La obra de Dayuma Guayasamín (1959)
La obra de Dayuma Guayasamín (1959) está viva. Colores fuertes, gotas de agua, flores, hojas, figuras abstractas en movimiento, trazos que fluyen y se transforman, como el río, el mar o la selva. Todo recuerda a la naturaleza femenina: creatividad desbordada, vitalidad, estallido.
Dayuma pintaba desde niña. En los años sesentas ganó dos premios de pintura, el del Diario “El Tiempo” y el concurso inter escolar del Municipio de Quito. Sería por esa misma época que se encontró con La Virgen por primera vez. Por primera vez, porque luego hubo una segunda, y una tercera. De hecho, la Virgen María es una figura clave en su obra.
En su infancia Dayuma vivía en una casona enorme que más tarde pasó a ser la “Galería Artes”, una casa-museo de techos altos y columnas, con decoraciones de madera que cubrían las paredes blancas (zócalos), esculturas de santos vestidos de seda y ángeles regordetes que parecían mirarla en silencio. Una noche, Dayuma estaba tocando el piano en uno de los espacios de la casa al que llamaban el “salón colonial”. Estaba sola, envuelta en el eco de su música, y cuando terminó su pieza y se giró, la descubrió. “Ahí estaba la Virgen, meciendo al guagua”, dice Dayuma. Dice, también, que era enorme. Que su figura hecha de luz llenaba todo el salón. Su piel transparente, de materia no humana, de un tamaño desmesurado, le pareció irrepresentable. Dayuma no le contó a nadie sobre su visión, pero tampoco la olvidó. Quizá esa representación haya sido una especie de premonición en su vida. Después de todo, ¿Qué es La Virgen sino la imagen misma de la creación?
Dayuma creció rodeada de óleo, de esculturas, de lienzos, de olor a resina, de bocetos, de manos manchadas de barro y acrílico y largas sobremesas en las que se discutía sobre arte. Su abuela Malvine Tcherniack rusa fue una gran escultora y artista; su madre, Luce De Perón, de origen belga, fue pintora, escritora, amante del arte, coleccionista de piezas arqueológicas, poeta; una mujer en constante búsqueda, adelantada para su época, precursora de varias tendencias estéticas. Su padre, Oswaldo Guayasamín, de origen indígena, fue uno de los pintores latinoamericanos más famosos del mundo, reconocido por fusionar las vanguardias pictóricas con temáticas sociales y por su tendencia indigenista. Dayuma- y eso se refleja en su arte- es una mezcla de culturas e influencias. Europeas y latinas; occidentales y andinas; femeninas y masculinas. En ella convergen las huellas de sus ancestros que a pesar de ser tan distintas tienen algo en común, el deseo por el arte.
A los 15 años Dayuma se casó con Miguel Varea, artista que en aquel tiempo empezaba a destacarse hasta convertirse en uno de los más famosos de la época, reconocido por sus grabados y plumillas, y su mirada cuestionadora y rebelde.
Mientras el arte de su padre era el rostro mismo del indigenismo, y el de su marido, podría decirse que representaba una tendencia más introspectiva vinculada a lo autoral, Dayuma se centraba en lo cotidiano. Contrario al arte de estas dos figuras masculinas imponentes en su vida que indagaban las vanguardias, Dayuma volcó su mirada hacia lo sencillo, a todo eso que empapa la vida y por ende es invisible. “Pinto lo que veo y cada vez aprendo a pintar”, dijo alguna vez.
Una de sus primeras exposiciones en los años ochentas “La estética del desobligo” retrata el entorno íntimo y doméstico tan poco tratado en la historia del arte. La serie propone una serie de momentos que reflejan la vida puertas adentro, los platos acumulados en el fregadero, una botella de coca cola vacía sobre el mesón, Miguel acostado en las cobijas en lo que parece una tarde de domingo, los guaguas por ahí, la ropa por allá. Esta serie, me cuenta Dayuma, no fue valorada en su época sino varios años después, cuando la sociedad ya empezó-al fin- a hablar de feminismo, y por ende, a interpretar la obra de las mujeres. Fue la curadora Ana Rosa Valdez quien hizo necesaria lectura curatorial de esa secuencia en el año 2018.
En el pasado, algunas veces, la obra de Dayuma fue catalogada como “naif” o erróneamente asociada solamente al mundo de la artesanía, y no del arte. O quizá lo erróneo haya sido creer que el trabajo artesanal sea inferior y-o distinto al considerado “artístico”. Y dentro de este contexto se hace difícil no pensar que el Arte, con mayúsculas, ha estado siempre más vinculado a la exploración creativa masculina, mientras que a la artesanía, con minúsculas, se la ha asociado al trabajo creativo femenino.
Sin ninguna pretensión, la obra de Dayuma muchas veces explora el metalenguaje haciendo hincapié en la representación misma. Basta pensar en la presencia del marco, tan frecuente en sus pinturas, algunas veces en forma de puerta, como en aquel collage “Puertas para afuera” (2024) en el que tres puertas enmarcan distintos escenarios; otras veces es el encaje el que enmarca sus cuadros, pensemos en “Arcángel” (2006) una especie de tríptico que recuerda la arquitectura eclesiástica barroca llena de relieve y figuras talladas en oro y madera, perfectamente representadas en la obra de Dayuma a través de varios tipos de encaje. Y cómo no pensar en los altares, que son también otra forma de reencuadres. “Altar” (2005) o “Versión de anónimo” (2005) son representaciones de La Virgen con el niño; estas pinturas son, digamos, una representación de la representación ya que la Virgen no es la Virgen “en sí” sino una figura de la misma; ocupa un lugar en un altar, al lado de adornos florales; una pintura de la pintura, representación de la representación que invita a pensar en el sentido de los rituales, y sobre todo, a reflexionar en cómo ha sido representada La Virgen en el arte.
Dayuma también pinta altares cotidianos, altares de los pequeños momentos domésticos en los que se ve una mesita con un mantel que sostiene un ramo de flores, un espejo, un cofrecito, una vela, y a veces un cuadro, o varios cuadros, como en “Flamenco” (2006) que desde una perspectiva frontal muestra una ventana, una mesa con un florero y un cuadro con un marco circular (sí, un cuadro dentro del cuadro) que es una apropiación de una pintura de Johannes Vermeer. O pensemos en “Exvotos y estampitas” (2005) donde vemos el borde de una mesa que sostiene un florero, una vela, un santo, varias estampitas, y en el centro, un alargado cuadro de pomposo marco donde está pintada La Virgen María. Tras la mesita hay una pared blanca, una pared que ocupa un gran porcentaje del cuadro y sobre la que están colgados varios cuadros religiosos. ¿No es maravilloso pintar una pared con cuadros?, ¿no es algo así como caer al infinito donde los límites entre la realidad y la representación se vuelven ambiguos? Aquí parece surgir una inevitable reflexión que invita a pensar en cómo la idea del arte considerado universal convive en el entorno doméstico latinoamericano, cómo entendemos al arte desde lo íntimo, cómo entendemos lo europeo desde lo andino, lo masculino desde lo femenino. En cierta forma, la obra de Dayuma es una oda a la creación misma, en ella los imaginarios alrededor del arte se entrelazan, formando una sola estética sincrética.
Pero más que conceptualizar sus pinturas, Dayuma prefiere detenerse en otros aspectos de su obra. Mientras, con un cigarrillo en los labios, abre y cierra con destreza pliegos rollos de tela para enseñarme sus más recientes trabajos, me dice que está un poco harta del vicio de conceptualizarlo todo. Aunque reconoce que la conceptualización es necesaria también la cuestiona. Es como si a ratos no fuera suficiente el trabajo del artista; como si la pintura, en sí misma, no fuera lo suficientemente bella y necesitaría ser justificada para existir.
Cuando le pregunto qué le lleva a pintar me dice que la pintura misma. Lejos de un afán de racionalizar el proceso, Dayuma rescata el material por sí mismo y el acto creativo per se. Es el material, su particular forma, el que le guía hacia la obra y no al revés. Ya lo ha dicho en una entrevista pasada “Soy una observadora compulsiva”. Dayuma sale a caminar, explora la ciudad, camina por el Centro, detiene su mirada en rincones que para otros pasan desapercibidos, se fija en los juguetes de plástico, en los altares, se fascina con las telas, con las texturas, con los encajes, entra a ferreterías, a papelerías, a bazares; mezcla materiales, corta, pega, experimenta. Se explaya hablando de las particularidades de cada material, el encaje de ropa por lo general femenina que se parece a la arquitectura colonial, la capacidad de la seda para aprovechar los colores de la acuarela, la “guta” que permite separar los colores en la tela creando líneas blancas.
Sus “sedas” son pinturas hechas con acuarela, en ellas vemos flores, gotas, hojas, ramas, o motivos compuestos que varían en distintos tonos de color, unos cuadros oscilan entre los tonos lila, otros en tonos cálidos, en todos hay detalle, sutileza, particularidad en la sensibilidad del trazo, son retratos subjetivos de la naturaleza.
Dayuma no hace bocetos. Un churo, una hoja, una gota, una línea que se mueve casi sola es la que traza el destino del cuadro, como una semilla que crece vorazmente en un jardín desierto, y con una voluntad inconsciente, crea el mundo.
Dayuma traslada el arte a la cotidianidad, y la cotidianidad al arte. Sus cuadros que han sido expuestos en galerías, muchas veces son retratos, muy a su modo, de la cultura popular, en ellos podemos ver las deliciosas contradicciones que nos caracterizan como cultura: los chicles al lado de los santos, los encajes barrocos al lado de los juguetes de plástico, los viajes en bus de línea, ese universo kitch que envuelve ciertos rincones de Quito, Sangolquí, y seguramente varios pueblos y ciudades de Latinoamérica. Pero también traslada la pintura, antes destinada solamente a la galería, al entorno doméstico. Lo hace a través de sus tantísimos objetos. Los tapetes, los botiquines, las cucas, las cajitas, las mascarillas, los cofres. Al ser intervenidos por ella dejan de ser objetos cotidianos y se convierten en obras tridimensionales, pero a diferencia del arte conceptual o el objet trouvé, los objetos de Dayuma no pierden su valor utilitario, reivindicando también su valor doméstico. Además muchos de ellos están vinculados a los cuidados, el tapete para comer, la mascarilla para protegerse, el botiquín para sanar. Es el arte aplicado a objetos utilitarios.
También ha construido baúles, cofres, alacenas, con pedazos de la casa en la que vivió de niña, prolongando su hogar a través de los vestigios de la herencia materna.
Su más reciente obra está hecha de “colchas”, cobijas que sirven para protegerse del frío y que son las que tejían las abuelas, las madres o las tías, esta vez intervenidas por Dayuma se convierten en enormes entramados de colores que recuerdan a las redes femeninas.
Estas inmensas telas floreadas, hechas manualmente con hilo, lana, e intervenidas con pintura parecen dejar de ser “colchas” y se convierten en enormes cuadros cargados de delicadeza y de potente belleza; algo tienen de mexicanos, tal vez la sencillez, la frescura y la combinación de colores. Son sencillos, sí, pero al mismo tiempo están cargados de varias significancias que lejos de ser pomposas o forzadas, se entreveran con el objeto en sí mismo. La “colcha” como símbolo remite al legado femenino y lleva a pensar inevitablemente en las ancestras de Dayuma, su abuela rusa, su madre emigrante en Ecuador, sus hermanas; en los tejidos y los mapas que han hecho posible los encuentros y las conexiones. En la obra de Dayuma la herencia se rescata y se evidencia en los tejidos, en los encajes, en todo eso que se hace con las manos...
Ana Cristina Franco
Pintag
2023