Dayuma Guayasamín: Hacer del desobligo una estétika
Fue mientras seguía las huellas de Miguel Varea cuando conocí a Dayuma. Me habían contado que era hija de Oswaldo Guayasamín, y que era artista. No conocía su trabajo, y tampoco sabía mucho sobre Varea, pero me llamaban la atención, quizás porque una pareja de artistas siempre es interesante. En aquel momento me tocaba hacer archivo y ver mucha obra; tomaba apuntes, con los dedos polvorientos, de lo que creía importante para la investigación. Indagando entre dibujos, libros, catálogos, impresiones y fotografías, entre los trazos de Varea que irrumpen en la oficialidad de las hojas membretadas o en la blanda superficie de las servilletas, me percaté de algo. ¿Quién era responsable de conservar, archivar, dar sentido a todo este material?
Que las mujeres seamos consideradas como guardianas de la memoria no es novedad en el mundo del arte. El número de personas que se dedican a la creación y a la gestión está atravesado por una cuestión de género. Miguel se dedica a crear su arte, y Dayuma guarda hasta su más mínimo gesto creativo: líneas inconclusas en un papel rasgado, dibujos a medio hacer, garabatos que podrían ser maravillosas obras de arte, incluso apuntes cotidianos hechos al apuro. Pero ¿dónde está la obra de ella? ¿Dónde estaba yo que no la podía ver, aun cuando la tenía en frente en la misma oficina del Kuarto Piso del ISPADE*, donde se encuentran varias obras de ambos?
Fue durante una visita a Sangolquí, donde la pareja vive desde hace varios años, que constaté mi desacierto. Ahí estaba ella, contándonos lo que él no recordaba. “Dayuma es la que sabe, ella sabe todo”, repetía Varea. Guardiana de la memoria. Promotora de la obra de su esposo, gran conocedora de la obra de su padre. Dayuma es la mejor interlocutora para entender los procesos artísticos de ambos. Hace varios meses recurrí a ella cuando buscaba obras de arte moderno que representaran la selva amazónica. Sacó su disco duro, buscó en varias carpetas, todas organizadas claramente, y me entregó lo que tenía.
Cuando, varios meses después, me senté a conversar con ella sobre su trabajo artístico, no descubrí su mundo por primera vez porque yo ya había estado adentro. Ella me había llevado a su territorio, desde el comienzo, sin que yo me diera cuenta. En el momento que me mostró las obras de su Estétika del Desobligo** (1987), serie en la que representa los rincones más íntimos de su hogar, pude comprobar su carácter obstinado, su rebeldía, su forma de eludir el orden ilusorio de las cosas en el mundo. Inmediatamente, hice click: “En lugar de arreglar la casa, pintaba el desorden”. ¿Puede algo tener más sentido que eso? ¿Cómo es posible que esta propuesta no sea un referente para mi generación?
En la plática, la artista me contó que hace varios años una crítica de arte contemporáneo la calificó como “artesana” en una reseña publicada en la Revista Diners. “—¿Qué hizo usted frente a eso? —Nada, hermana; seguir trabajando”.
Dayuma supo que quería ser artista desde niña. A los 14 años dejó el colegio porque no tenía sentido seguir ahí si ya tenía clara su profesión. “Siempre fui pintora. Y siempre tuve buena memoria”. Recuerda que en su infancia le encantaba una ilustración de flores persas de un libro antiguo de su madre, Luce de Perón, y las imágenes que acompañaban las definiciones de un viejo Larousse de su abuela; que ayudaba en la Galería Artes (dirigida por Luce), haciendo diseños de papelería y dibujos para acompañar la exhibición de piezas arqueológicas; que la casa de su papá durante un tiempo estaba llena de joyas, cuando era niña, y que, al ver la Estétika del Desobligo, él le dijo que mejor siga pintando bonito, que lo suyo eran las casitas kitsch y las vistas costumbristas de la ciudad. También recuerda que no quiso que ninguna academia le impidiera aprender su propio lenguaje. Por eso le atrajo el arte naif y los oficios, que le han permitido desenvolverse con soltura en el mundo material. Dayuma no sólo ha creado pinturas, dibujos y grabados, sino que también ha producido artes aplicadas como una forma de sostenerse económicamente. “Nunca fuimos artistas institucionales”, refiere al recordar los tiempos de crisis que vivieron con Varea, cuando las galerías sólo les permitían exponer durante quince días el trabajo que habían realizado durante años.
Mientras conversábamos, Dayuma rememoró muchos pasajes de la historia del arte local que me hicieron constatar cuán distante estoy de conocer mis propios antecedentes. Su testimonio, siempre crítico, es una buena manera de acceder a ese pasado reciente del arte ecuatoriano del que quedan escasos vestigios. Para ella, recordar no es un acto que proviene únicamente de nuestra experiencia individual, sino que trasciende en lo colectivo: “Para ser lo que somos, atravesamos toda la historia de la humanidad”, sostiene.
La historia de Dayuma ha estado entrelazada inevitablemente a la de su padre, y al legado artístico y económico que dejó tras su muerte. Pero no creció bajo su sombra. De hecho, decidió ir a un poco a contracorriente junto a Miguel Varea, en un viaje que siguen emprendiendo juntos. “Miguel siempre me apoyó.
Le encantaba lo que yo hacía”. Él respaldó sus derivas creativas, sus experimentos, sus locuras; siempre estuvo ahí, acompañándola desde donde podía. La adicción a las drogas no ayudaba, pero estaban juntos. Él sólo quería dibujar su arte, y era ella quien debía gestionar, promover, conservar, archivar y vender; pero estaban juntos.
La idea de la artista invisibilizada no calza en Dayuma. Es demasiado fuerte para eso. Siempre luchó en contra de la invisibilización, eso sí. Su obra íntima, cotidiana, naif, costumbrista —como ella la concibe— no siempre fue bien acogida por los círculos sociales del arte, ni por la crítica, a pesar de que es fruto de un esfuerzo incansable. “—¿Qué hizo usted frente a eso? —Nada, hermana; seguir trabajando”.
* Kuarto Piso es una galería ubicada en el Instituto Superior Tecnológico para el Desarrollo (ISPADE). Es coordinada por Martín y Jerónimo Varea, hijos de Miguel y Dayuma.
** Dayuma utilizó la “k” en lugar de la “c” en el título de esta obra como una forma de apropiación del referente de Miguel Varea; en las obras de él, el uso de esta letra constituye un sello distintivo.